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20 abril 2015

SAN CRISTÓBAL: HACIENDO LADRILLOS, HACIENDO HISTORIA

Por: Andrés Javier Bustos Ramírez
Estudiante de Literatura.
Profesor de Español de Antioch College, USA. 

Las calles de San Cristóbal parecen un laberinto con dos perros en cada cruce. Si es de noche y está lloviendo la luz de los postes se refleja en el agua que baja por el pavimento inclinado hacia la parte plana de Bogotá haciéndola ver como un espejo gigante que hay que esquivar para no mojarse los zapatos. Si es de medio día y el cielo está despejado se ve toda la ciudad con tal claridad que a veces la vista se desborda sobre el límite occidental y se encuentra con tres nevados lejanos. Si es de madrugada, generalmente, al respirar sale un vaho de la nariz y de la boca de quienes caminan a buscar un cupo en los buses que salen llenísimos de sus paraderos. Y si es un fin de semana, las calles están llenas de muchachos jugando microfútbol o banquitas y los andenes y las tiendas están repletos de señoras y de señores tomando cerveza.

Es la localidad número cuatro del distrito capital, la octava más grande, la cuarta más poblada y la tercera más pobre, con más del cuatro por ciento de su población en condiciones de miseria.

ASÍ COMENZARON LAS LADRILLERAS

Fue a finales del siglo XIX que en San Cristóbal se instaló la primera fábrica para hacer ladrillos. Para ese entonces esta parte de la ciudad se resumía en un cierto número de haciendas alrededor de las cuales, a principios del siglo XX, se comenzaron a construir pequeñas barriadas que con el paso de los años y con la época de la Violencia recibieron a miles de emigrantes de diferentes lugares del país que huían de la muerte con la esperanza de encontrar mejor suerte en la ciudad. 

“Cuando llegamos aquí, no había sino una casita, la del finado José Sánchez, era una de esas que llaman casas de tapia, con ladrillos de arena, que no se cocinan sino que se van encarrando ahí, esa era la primer casa; otra, la casa de don Antonio, la casa quinta de don Luis Arévalo, y aquí la casa del finado Moreno y la comadre Anita Rodríguez; no había sino esas tres o cuatro casas, y el Veinte de Julio, que apenas lo estaban haciendo”, dice doña Carmen Rosa Silva Penagos, una abuela sonriente, graciosa y conversadora que vive en el barrio San Vicente Parte Alta, ubicado en la parte media de la localidad, y que vivió los años de la construcción de San Cristóbal. Y continúa: “¡Ay mijo, pa’ conocer yo todo esto si los hijos todos se han criado aquí, los seis, siete, todos se han criado aquí y estos también, que son los nietos, se están criando”. Cuenta orgullosamente la señora Carmen Rosa que ella fue una de las primeras en llegar a San Vicente, cuando este barrio comenzaba a construirse y que con sus manos se hizo la materia prima para levantar las primeras casas de San Vicente, de los muchos barrios de San Cristóbal y de la ciudad en general.

El famoso documental "Chircales" se basa en historias como la de Doña Carmen.

“Yo me dedicaba a trabajar allí en los chircales, después entré a una fábrica a escoger café. En los chircales yo tenía que echar el ladrillo entre la carretilla y cogerlo en la gavera que va, uno lo lleva al sitio a encarrarlo crudo, después de unos días, dependiendo del clima, cuando ya está fuerte pa’ que no se totié, lo pasa uno pa’l horno donde lo cocinan, de ahí lo saca uno y pa’ deshornar dura tres días o cuatro días. Luego sacarlo pa’l sitio en que está, pa’ la venta”, cuenta Doña Carmen y agrega: “Yo era una niña cuando eché a trabajar, no ve que en ese tiempo eran todos los chircales allí de las fábricas de ladrillo. No ganábamos sino ochenta pesos, ochenta centavos, pero decíamos ochenta pesos”. Las fábricas de ladrillo ayudaron al desarrollo económico de la localidad y generaron empleo para muchos de los nuevos habitantes. El arte de hacer ladrillos fue aprendido en las primeras fábricas —San Cristóbal, La Sidel, Tubos Moore, Gressa, Tubos Vencedor, La Falate, entre otras— y fue transmitido de generación en generación, de padre a hijo, como aseguran los trabajadores de Colcerama, una de las pocas fábricas que mantienen la producción. Es tan importante el impacto que estas fábricas de ladrillo han tenido sobre la localidad, que el buitrón de la ladrillera La Sidel comienza a hacer parte del patrimonio histórico local, lo que le garantiza permanecer allí durante mucho tiempo, recordándole a San Cristóbal que fue uno de los lugares claves en la producción de ladrillo del país; destino diferente al de las fábricas que siguen activas, puesto que por problemas ambientales que conlleva la producción de ladrillo, tendrán que cerrarse.

EL INSTITUTO DE CIEGOS

El instituto de los Ciegos está ubicado en la parte baja de la localidad, donde termina la rectitud de la calle once sur y comienza a meterse entre las curvas de los barrios que se decidieron a escalar la montaña. Es una casa vieja, grande, pintada de café. Desde mi llegada a San Cristóbal recuerdo ese color que se confunde con los troncos de los árboles y muchas veces la tornan invisible a los ojos de los pasajeros de las rutas de los buses que suben y bajan de los más de 200 barrios situados más arriba de la planicie de la 11 sur. Un sábado, Jesús Galeano “Chucho” —uno de los pintores más reconocidos de San Cristóbal, amante y defensor del paisaje natural y conocedor de la historia local—, mientras pasábamos en bus frente a la institución que es bien representativa de la localidad, me contó, en medio de los juegos de palabras que muy bien sabe hacer, que justo en ese lugar, igual que pasa con muchos otros hitos de la localidad, quedaba una gran hacienda, y que un día el dueño recibió en su casa la notificación de que sus deudas con el banco entraban en saldo rojo y él, desesperado por la noticia, decidió darse un balazo en la cabeza. Pero, para su mala suerte y la buena fortuna de muchos otros el hacendado no murió, pero si perdió la visión para siempre. Poco tiempo después, llegaría una corrección del banco excusándose por las molestias y negando la notificación anterior, que había sido un error. Así el desafortunado, decidió invertir parte de su fortuna para construir lo que hoy es el instituto de los Ciegos y terminó haciéndose a una hacienda mayor, pero no en la tierra sino en el cielo.


Instituto de ciegos. Fuente: Taller de Humor de Sur Oriente

Bajando hacia “Bogotá”, luego de que el bus toma la recta de la 11 y va dejando atrás la altura de la localidad, justo en frente del instituto, al borde izquierdo de la calle hay un potrero grandote en el que frecuentemente se ven algunas vacas y caballos pastando. Al verlo, “Chucho” me cuenta que allí en la época de la hacienda había un lago bellísimo, con patos y pájaros, en donde se daban cita las parejas de enamorados para ir a caminar o para dar un paseo romántico por el lago en canoitas. Agrega que los árboles y las flores completaban el paisaje de cuento de hadas que hace unos 30 años él alcanzó a disfrutar cuando caminaba con sus amigos, no justamente allí, pero si un poco más arriba en el cerro de aguas claras o en cualquiera de las montañas de San Cristóbal, que en los últimos años han sido invadidas por los bloques de concreto que traen los urbanizadores. Ahora, en lugar del lago de aguas cristalinas, bajan las aguas contaminadas del río Fucha y en una de las esquinas del potrero se acumulan las basuras que ocultan la historia limpia de ese lugar.

EL BUITRÓN DE LA SIDEL

La señora Helena Parra vivía junto con su familia en lo que ahora es el barrio Ramajal, justo en la esquina en la que termina “la Pared”, cerca de varias ladrilleras que funcionaban allí en ese entonces. Conocedora de historias y de palabra amable para compartirlas, le contó a su nieta Kelly Johana que el señor que construyó el buitrón de la ladrillera La Sidel, una de las primeras y más grandes que funcionó en San Cristóbal, tenía pacto con el diablo. “Mi abuela contaba que el compadre Sergio, como le llamaban quienes le conocían, solamente le pedía a sus compañeros que le acercaran el material, ladrillos y cemento para pegarlos y durante toda la noche se dedicaba juiciosamente a colocar un ladrillo sobre otro siguiendo la forma de un anillo que se iba cerrando poco a poco a medida que llegaba a la punta y que al amanecer, el buitrón había avanzado tanto en su construcción que parecía imposible que lo estuviese haciendo un solo hombre. En tres noches el buitrón de más de 50 metros de alto estuvo listo y tan bien hecho que demostraba un trabajo esmerado y cuidadoso”, cuenta Nelly. “Al mismo tiempo que el hombre construía ese buitrón, sus compañeros construían otro no muy lejos del lugar y a ellos les tomó bastante tiempo más terminarlo”, agrega. Años después, cuando muchas de las ladrilleras dejaron de funcionar, la gente con intención de construir viviendas derrumbó la mayoría de lo buitrones, pero cada vez que intentaron tumbar el que había construido el compadre Sergio, el cielo se rebelaba y comenzaba a llover, impidiendo seguir adelante. Hubo quienes justificaron así la buena suerte del hombre y dicen que después de construir ese buitrón sus lazos de amistad con el maligno se estrecharon aún más porque obtuvo no riquezas, pero sí lo suficiente para vivir tranquilo con su mujer y sus tres hijos. 

Fuente: Revista Oteando Territorio Nº1.
Disponible en:
http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n1.html


LOS PARQUES

En San Cristóbal hay parques de todos los tamaños y para todos los usos. Los hay grandes como el parque Polideportivo de Villa de los Alpes, utilizado para competencias deportivas, actos culturales, recreación familiar o simplemente, para los caminantes de la zona. El Parque San Cristóbal, que tiene atracciones mecánicas y canchas de microfútbol y baloncesto y el parque Gaitán Cortés, antiguamente Parque de las Columnas, en donde los fines de semana cientos de hombres y mujeres se reúnen para realizar su rutina de ejercicios aeróbicos orientada por un instructor especializado de la Secretaría de Cultura, Recreación y Turismo. La mayoría de los parques de San Cristóbal son medianos; no reciben tantas personas como los parques grandes, pero los domingos asisten decenas de personas que ríen, saltan, gritan y hasta lloran. Son utilizados para dar rienda suelta a la pasión predilecta de casi todos los hombres y de muchas mujeres de la localidad: el microfútbol. En este tipo de parques se organizan campeonatos que otorgan uno o dos millones de pesos al mejor equipo, dependiendo del número de inscritos. Luego de ganar más de diez partidos equivalentes a diez borracheras, una cada vez que se gana (o se pierde), se acerca el título de campeón que representa algo así como cien mil pesos para cada jugador y el resto para el patrocinador, dinero que no viene mal para ninguno. En otros casos, el premio obtenido con la habilidad de las piernas es la diversión del cuerpo completo; es así como el equipo ganador alquila una finca fuera de Bogotá y salen a pasear por varios días junto con sus familias, quienes conformaron la fanaticada, y se dedican a recordar las jugadas de astros del balón que les permitieron estar allí. 

Parques de este tipo son el de la “Y”, el de República de Canadá, el de La Victoria, el de La Gloria, entre muchos otros. Por último están los parques pequeños, que no llamo así por su tamaño sino por el número de personas que disfrutan de ellos. A los parques pequeños no los visitan más de diez personas en un día normal, sus canchas están deterioradas, sus pasamanos oxidados por la lluvia y el abandono, el pasto crecido, las rejas rotas y los muros caídos. Estos lugares se han convertido en escenarios especiales para el consumo y el expendio de drogas, así como en escondite y vía de huida perfecta para los raponeros.

Fuente: Fuente: Revista Oteando Territorio Nº1. Disponible en: http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n1.html

No son un gran número, pero siembran miedo a causa del abandono del Estado. Son los parques por los que lucharon los primeros habitantes de San Cristóbal, en los que se realizaron los primeros campeonatos y festines y los que acogieron las primeras carcajadas; ahora, muchachos de diferentes edades avanzan con desespero hacia los parques pequeños, algunos son visitantes constantes del lugar, otros llevan poco tiempo visitándolos, algunos son ladrones expertos, otros nunca han robado nada, unos van de vez en cuando, fuman un porro y no vuelven hasta mucho rato después; pero para nadie es un secreto quiénes frecuentan los parques pequeños. Desde las terrazas de las casas se divisa a los nietos de los fundadores de los barrios o jóvenes que habitan hace algunos años con sacos amarrados en uno de sus brazos para cubrirse el rostro, en la mano libre sostienen un palo que hace las veces de puñal y se enfrentan entre sí a manera de juego, destrabe o entrenamiento como gallos de pelea batiendo sus espuelas. Risas, madrazos, historias se escuchan en los parques pequeños, como la historia de Orlando o la de Sneider, muchachos que vivían cerca de alguno de estos parques y lo visitaban con frecuencia.

Orlando, constante visitante y consumidor de drogas, ladrón de carteras pero nunca en el barrio, estuvo recluido en un centro de recuperación fuera de la ciudad, pero el apego a su parque lo hizo devolverse a pie. Sneider, nuevo en el parque, apenas comenzaba a gozar de la fama, el miedo, la desconfianza y el repudio de algunos. Un día, uno amaneció muerto a manos de un desconocido; luego el otro. Parece que hay quienes persiguen a los visitantes de los parques pequeños, dicen que sus nombres aparecen en listas y después están muertos en cualquier rincón. Parece que la ley no encontró un lugar para ocupar a estos muchachos en otra cosa y sacarlos así de los parques pequeños y parece que tampoco pudo sacarlos de allí por la fuerza aprobada por la ley, entonces “la ley” no mira cuando otros hacen su ley y con armas ilegales y de fuego remedian a su manera lo que las armas legales no pudieron.

Me pregunto qué pensarán los abuelos y las abuelas que a punta de trabajo duro construyeron a San Cristóbal, quienes con sus manos untadas de barro levantaron estos barrios de ventisca y de llovizna, quienes décadas atrás lucharon por los recursos públicos y por las vías de acceso que hoy tiene esta montaña, me pregunto qué pensaran los abuelos y las abuelas que salieron de su tierra huyendo de la violencia y la intolerancia y a quienes estos flagelos hoy les quitan a sus hijos o a sus nietos como una nueva aparición del pasado que no quiere soltar al país. 

LA CURA DE TODOS NUESTROS MALES

En la historia de la construcción de San Cristóbal reposa tranquila una luz que puede alumbrar el camino para mermar los problemas de violencia, olvido e injusticia que se viven en la actualidad. Esa luz es la organización comunitaria. A principios del siglo pasado las personas que recién llegaban a la ciudad sin horizonte claro, con la única intención de comenzar de nuevo y se ubicaron en este suroriente frío, escucharon las palabras del padre Campoamor que les habló de unirse para facilitar el trabajo y, hombro a hombro, emprendieron la construcción de los barrios de la parte baja de la localidad. Amparados bajo una idea común los fundadores engendraron barrios pequeños, que aunque muy llenos de necesidades y faltos de representación en el resto de la ciudad les permitieron tener un lugar donde vivir. Con el paso del tiempo vino el nacimiento de más barrios y ante la oportunidad que dieron los gobiernos, los habitantes se organizaron en Juntas de Acción Comunal; este fue un paso importante para vincularse más a la ciudad. Ya mejor organizados y con mayor representación, la localidad creció con facilidad, pero de la mano del crecimiento se evidenciaron problemas de inseguridad, violencia, falta de educación, entre otros, y para enfrentarlos en la década de los ochenta nacieron en San Cristóbal las hijas que le ayudarían a educar, a fomentar la paz y a crear amistades entre habitantes de un barrio y otro: las ONG. Una vez más se demostraba en esta localidad de frailejones y campanitas que la organización comunitaria es la cura perfecta ante cada enfermedad que nos aqueja. Pasa que el padre Campoamor ya se fue, que muchas JAC monopolizaron las llaves de los espacios comunales adquiridos con el esfuerzo de los primeros dirigentes de los barrios y cerraron los espacios de interacción de la comunidad, y pasa que luego de más de 20 años de trabajo las primeras ONG se han venido cansando sin dejar un legado fuerte que les renueve la sangre. Historia diferente a la de otras localidades, como Bosa, que con un tiempo similar de trabajo comunitario ya constituyen una fuerza decisiva en el destino político de Bogotá. 

Barrio 1 de Mayo en 1923. Calle principal en la inauguración.
Revista Oteando Territorio, Nº3. Disponible consulta en:
http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n3.html


Tal vez de la misma manera que en el pasado la enseñanza del Padre Campoamor venga otra vez y la organización comunitaria dirija los destinos próximos de una localidad de guerreros, como doña Carmen Rosa Silva Penagos, quien luego de más de 60 años de no haber podido estudiar, primero porque su mamá decía que a la escuela se iba a conseguir novio y que sólo se aprendía a escribir para mandarle cartitas de amor, y segundo porque cuando pudo no tuvo la oportunidad, hoy hace su mejor esfuerzo por aprender a escribir —“pa’ firmar los recibos del subsidio”—, dice ella, subsidio para la tercera edad de menos de $200.000 mensuales por el que luchó más de cinco años y que sólo hace unos meses le aprobaron.

* Este texto es uno de los que constituyen la “Antología de crónicas barriales”; antología patrocinada por la Biblioteca Luis Ángel Arango. 

1 comentario:

  1. Viví mucho tiempo en aquella localidad... Mi niñez hasta los once años tal vez... Vivo en la actualidad en Usaquen, pero siempre recuerdo cada esquina, calle, cruce, conozco rincones del sector, nuestro chat era frente a frente, el twiter en la esquina, el tik tok era el yermis, o correa caliente, tin tin corre corre, ponchados, la lleva,..... Y contar historias de asombro en los años 91,con el apagón, y ver desde los cerros los atentados en Bogotá.

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