Por: Andrés Javier
Bustos Ramírez
Estudiante de
Literatura.
Profesor de Español de Antioch College, USA.
Las calles de San Cristóbal
parecen un laberinto con dos perros en cada cruce. Si es de noche y está
lloviendo la luz de los postes se refleja en el agua que baja por el pavimento
inclinado hacia la parte plana de Bogotá haciéndola ver como un espejo gigante
que hay que esquivar para no mojarse los zapatos. Si es de medio día y el cielo
está despejado se ve toda la ciudad con tal claridad que a veces la vista se
desborda sobre el límite occidental y se encuentra con tres nevados lejanos. Si
es de madrugada, generalmente, al respirar sale un vaho de la nariz y de la boca
de quienes caminan a buscar un cupo en los buses que salen llenísimos de sus
paraderos. Y si es un fin de semana, las calles están llenas de muchachos
jugando microfútbol o banquitas y los andenes y las tiendas están repletos de
señoras y de señores tomando cerveza.
Es la localidad número cuatro del
distrito capital, la octava más grande, la cuarta más poblada y la tercera más
pobre, con más del cuatro por ciento de su población en condiciones de miseria.
ASÍ COMENZARON LAS LADRILLERAS
Fue a finales del siglo XIX que
en San Cristóbal se instaló la primera fábrica para hacer ladrillos. Para ese
entonces esta parte de la ciudad se resumía en un cierto número de haciendas
alrededor de las cuales, a principios del siglo XX, se comenzaron a construir
pequeñas barriadas que con el paso de los años y con la época de la Violencia
recibieron a miles de emigrantes de diferentes lugares del país que huían de la
muerte con la esperanza de encontrar mejor suerte en la ciudad.
“Cuando llegamos aquí, no había
sino una casita, la del finado José Sánchez, era una de esas que llaman casas
de tapia, con ladrillos de arena, que no se cocinan sino que se van encarrando
ahí, esa era la primer casa; otra, la casa de don Antonio, la casa quinta de
don Luis Arévalo, y aquí la casa del finado Moreno y la comadre Anita
Rodríguez; no había sino esas tres o cuatro casas, y el Veinte de Julio, que
apenas lo estaban haciendo”, dice doña Carmen Rosa Silva Penagos, una abuela
sonriente, graciosa y conversadora que vive en el barrio San Vicente Parte
Alta, ubicado en la parte media de la localidad, y que vivió los años de la
construcción de San Cristóbal. Y continúa: “¡Ay mijo, pa’ conocer yo todo esto
si los hijos todos se han criado aquí, los seis, siete, todos se han criado
aquí y estos también, que son los nietos, se están criando”. Cuenta
orgullosamente la señora Carmen Rosa que ella fue una de las primeras en llegar
a San Vicente, cuando este barrio comenzaba a construirse y que con sus manos
se hizo la materia prima para levantar las primeras casas de San Vicente, de
los muchos barrios de San Cristóbal y de la ciudad en general.
El famoso documental "Chircales" se basa en historias como la de Doña Carmen. |
“Yo me dedicaba a trabajar allí
en los chircales, después entré a una fábrica a escoger café. En los chircales
yo tenía que echar el ladrillo entre la carretilla y cogerlo en la gavera que
va, uno lo lleva al sitio a encarrarlo crudo, después de unos días, dependiendo
del clima, cuando ya está fuerte pa’ que no se totié, lo pasa uno pa’l horno
donde lo cocinan, de ahí lo saca uno y pa’ deshornar dura tres días o cuatro
días. Luego sacarlo pa’l sitio en que está, pa’ la venta”, cuenta Doña Carmen y
agrega: “Yo era una niña cuando eché a trabajar, no ve que en ese tiempo eran
todos los chircales allí de las fábricas de ladrillo. No ganábamos sino ochenta
pesos, ochenta centavos, pero decíamos ochenta pesos”. Las fábricas de ladrillo
ayudaron al desarrollo económico de la localidad y generaron empleo para muchos
de los nuevos habitantes. El arte de hacer ladrillos fue aprendido en las
primeras fábricas —San Cristóbal, La Sidel, Tubos Moore, Gressa, Tubos
Vencedor, La Falate, entre otras— y fue transmitido de generación en
generación, de padre a hijo, como aseguran los trabajadores de Colcerama, una
de las pocas fábricas que mantienen la producción. Es tan importante el impacto
que estas fábricas de ladrillo han tenido sobre la localidad, que el buitrón de
la ladrillera La Sidel comienza a hacer parte del patrimonio histórico local,
lo que le garantiza permanecer allí durante mucho tiempo, recordándole a San
Cristóbal que fue uno de los lugares claves en la producción de ladrillo del
país; destino diferente al de las fábricas que siguen activas, puesto que por
problemas ambientales que conlleva la producción de ladrillo, tendrán que
cerrarse.
EL INSTITUTO DE CIEGOS
El instituto de los Ciegos está ubicado en la
parte baja de la localidad, donde termina la rectitud de la calle once sur y
comienza a meterse entre las curvas de los barrios que se decidieron a escalar
la montaña. Es una casa vieja, grande, pintada de café. Desde mi llegada a San
Cristóbal recuerdo ese color que se confunde con los troncos de los árboles y
muchas veces la tornan invisible a los ojos de los pasajeros de las rutas de los
buses que suben y bajan de los más de 200 barrios situados más arriba de la
planicie de la 11 sur. Un sábado, Jesús Galeano “Chucho” —uno de los pintores
más reconocidos de San Cristóbal, amante y defensor del paisaje natural y
conocedor de la historia local—, mientras pasábamos en bus frente a la
institución que es bien representativa de la localidad, me contó, en medio de
los juegos de palabras que muy bien sabe hacer, que justo en ese lugar, igual
que pasa con muchos otros hitos de la localidad, quedaba una gran hacienda, y
que un día el dueño recibió en su casa la notificación de que sus deudas con el
banco entraban en saldo rojo y él, desesperado por la noticia, decidió darse un
balazo en la cabeza. Pero, para su mala suerte y la buena fortuna de muchos
otros el hacendado no murió, pero si perdió la visión para siempre. Poco tiempo
después, llegaría una corrección del banco excusándose por las molestias y
negando la notificación anterior, que había sido un error. Así el
desafortunado, decidió invertir parte de su fortuna para construir lo que hoy
es el instituto de los Ciegos y terminó haciéndose a una hacienda mayor, pero
no en la tierra sino en el cielo.
Instituto de ciegos. Fuente: Taller de Humor de Sur Oriente. |
Bajando hacia “Bogotá”, luego de
que el bus toma la recta de la 11 y va dejando atrás la altura de la localidad,
justo en frente del instituto, al borde izquierdo de la calle hay un potrero
grandote en el que frecuentemente se ven algunas vacas y caballos pastando. Al
verlo, “Chucho” me cuenta que allí en la época de la hacienda había un lago
bellísimo, con patos y pájaros, en donde se daban cita las parejas de
enamorados para ir a caminar o para dar un paseo romántico por el lago en
canoitas. Agrega que los árboles y las flores completaban el paisaje de cuento
de hadas que hace unos 30 años él alcanzó a disfrutar cuando caminaba con sus
amigos, no justamente allí, pero si un poco más arriba en el cerro de aguas
claras o en cualquiera de las montañas de San Cristóbal, que en los últimos
años han sido invadidas por los bloques de concreto que traen los urbanizadores.
Ahora, en lugar del lago de aguas cristalinas, bajan las aguas contaminadas del
río Fucha y en una de las esquinas del potrero se acumulan las basuras que
ocultan la historia limpia de ese lugar.
EL BUITRÓN DE LA SIDEL
La señora Helena Parra vivía junto con su familia
en lo que ahora es el barrio Ramajal, justo en la esquina en la que termina “la
Pared”, cerca de varias ladrilleras que funcionaban allí en ese entonces.
Conocedora de historias y de palabra amable para compartirlas, le contó a su
nieta Kelly Johana que el señor que construyó el buitrón de la ladrillera La
Sidel, una de las primeras y más grandes que funcionó en San Cristóbal, tenía
pacto con el diablo. “Mi abuela contaba que el compadre Sergio, como le
llamaban quienes le conocían, solamente le pedía a sus compañeros que le
acercaran el material, ladrillos y cemento para pegarlos y durante toda la
noche se dedicaba juiciosamente a colocar un ladrillo sobre otro siguiendo la
forma de un anillo que se iba cerrando poco a poco a medida que llegaba a la punta
y que al amanecer, el buitrón había avanzado tanto en su construcción que
parecía imposible que lo estuviese haciendo un solo hombre. En tres noches el
buitrón de más de 50 metros de alto estuvo listo y tan bien hecho que
demostraba un trabajo esmerado y cuidadoso”, cuenta Nelly. “Al mismo tiempo que
el hombre construía ese buitrón, sus compañeros construían otro no muy lejos
del lugar y a ellos les tomó bastante tiempo más terminarlo”, agrega. Años
después, cuando muchas de las ladrilleras dejaron de funcionar, la gente con
intención de construir viviendas derrumbó la mayoría de lo buitrones, pero cada
vez que intentaron tumbar el que había construido el compadre Sergio, el cielo
se rebelaba y comenzaba a llover, impidiendo seguir adelante. Hubo quienes
justificaron así la buena suerte del hombre y dicen que después de construir
ese buitrón sus lazos de amistad con el maligno se estrecharon aún más porque
obtuvo no riquezas, pero sí lo suficiente para vivir tranquilo con su mujer y
sus tres hijos.
Fuente: Revista
Oteando Territorio Nº1. Disponible en: http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n1.html |
LOS PARQUES
En San Cristóbal hay parques de
todos los tamaños y para todos los usos. Los hay grandes como el parque
Polideportivo de Villa de los Alpes, utilizado para competencias deportivas,
actos culturales, recreación familiar o simplemente, para los caminantes de la
zona. El Parque San Cristóbal, que tiene atracciones mecánicas y canchas de
microfútbol y baloncesto y el parque Gaitán Cortés, antiguamente Parque de las
Columnas, en donde los fines de semana cientos de hombres y mujeres se reúnen
para realizar su rutina de ejercicios aeróbicos orientada por un instructor
especializado de la Secretaría de Cultura, Recreación y Turismo. La mayoría de
los parques de San Cristóbal son medianos; no reciben tantas personas como los
parques grandes, pero los domingos asisten decenas de personas que ríen,
saltan, gritan y hasta lloran. Son utilizados para dar rienda suelta a la
pasión predilecta de casi todos los hombres y de muchas mujeres de la
localidad: el microfútbol. En este tipo de parques se organizan campeonatos que
otorgan uno o dos millones de pesos al mejor equipo, dependiendo del número de
inscritos. Luego de ganar más de diez partidos equivalentes a diez borracheras,
una cada vez que se gana (o se pierde), se acerca el título de campeón que
representa algo así como cien mil pesos para cada jugador y el resto para el
patrocinador, dinero que no viene mal para ninguno. En otros casos, el premio
obtenido con la habilidad de las piernas es la diversión del cuerpo completo;
es así como el equipo ganador alquila una finca fuera de Bogotá y salen a
pasear por varios días junto con sus familias, quienes conformaron la
fanaticada, y se dedican a recordar las jugadas de astros del balón que les
permitieron estar allí.
Parques de este tipo son el de la
“Y”, el de República de Canadá, el de La Victoria, el de La Gloria, entre
muchos otros. Por último están los parques pequeños, que no llamo así por su
tamaño sino por el número de personas que disfrutan de ellos. A los parques pequeños
no los visitan más de diez personas en un día normal, sus canchas están
deterioradas, sus pasamanos oxidados por la lluvia y el abandono, el pasto
crecido, las rejas rotas y los muros caídos. Estos lugares se han convertido en
escenarios especiales para el consumo y el expendio de drogas, así como en
escondite y vía de huida perfecta para los raponeros.
Fuente: Fuente: Revista Oteando Territorio Nº1. Disponible en: http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n1.html |
No son un gran número, pero
siembran miedo a causa del abandono del Estado. Son los parques por los que
lucharon los primeros habitantes de San Cristóbal, en los que se realizaron los
primeros campeonatos y festines y los que acogieron las primeras carcajadas;
ahora, muchachos de diferentes edades avanzan con desespero hacia los parques
pequeños, algunos son visitantes constantes del lugar, otros llevan poco tiempo
visitándolos, algunos son ladrones expertos, otros nunca han robado nada, unos
van de vez en cuando, fuman un porro y no vuelven hasta mucho rato después;
pero para nadie es un secreto quiénes frecuentan los parques pequeños. Desde
las terrazas de las casas se divisa a los nietos de los fundadores de los
barrios o jóvenes que habitan hace algunos años con sacos amarrados en uno de
sus brazos para cubrirse el rostro, en la mano libre sostienen un palo que hace
las veces de puñal y se enfrentan entre sí a manera de juego, destrabe o
entrenamiento como gallos de pelea batiendo sus espuelas. Risas, madrazos,
historias se escuchan en los parques pequeños, como la historia de Orlando o la
de Sneider, muchachos que vivían cerca de alguno de estos parques y lo
visitaban con frecuencia.
Orlando, constante visitante y
consumidor de drogas, ladrón de carteras pero nunca en el barrio, estuvo
recluido en un centro de recuperación fuera de la ciudad, pero el apego a su
parque lo hizo devolverse a pie. Sneider, nuevo en el parque, apenas comenzaba
a gozar de la fama, el miedo, la desconfianza y el repudio de algunos. Un día,
uno amaneció muerto a manos de un desconocido; luego el otro. Parece que hay
quienes persiguen a los visitantes de los parques pequeños, dicen que sus
nombres aparecen en listas y después están muertos en cualquier rincón. Parece
que la ley no encontró un lugar para ocupar a estos muchachos en otra cosa y
sacarlos así de los parques pequeños y parece que tampoco pudo sacarlos de allí
por la fuerza aprobada por la ley, entonces “la ley” no mira cuando otros hacen
su ley y con armas ilegales y de fuego remedian a su manera lo que las armas
legales no pudieron.
Me pregunto qué pensarán los
abuelos y las abuelas que a punta de trabajo duro construyeron a San Cristóbal,
quienes con sus manos untadas de barro levantaron estos barrios de ventisca y
de llovizna, quienes décadas atrás lucharon por los recursos públicos y por las
vías de acceso que hoy tiene esta montaña, me pregunto qué pensaran los abuelos
y las abuelas que salieron de su tierra huyendo de la violencia y la
intolerancia y a quienes estos flagelos hoy les quitan a sus hijos o a sus
nietos como una nueva aparición del pasado que no quiere soltar al país.
LA CURA DE TODOS NUESTROS MALES
En la historia de la construcción
de San Cristóbal reposa tranquila una luz que puede alumbrar el camino para
mermar los problemas de violencia, olvido e injusticia que se viven en la
actualidad. Esa luz es la organización comunitaria. A principios del siglo
pasado las personas que recién llegaban a la ciudad sin horizonte claro, con la
única intención de comenzar de nuevo y se ubicaron en este suroriente frío, escucharon
las palabras del padre Campoamor que les habló de unirse para facilitar el
trabajo y, hombro a hombro, emprendieron la construcción de los barrios de la
parte baja de la localidad. Amparados bajo una idea común los fundadores
engendraron barrios pequeños, que aunque muy llenos de necesidades y faltos de
representación en el resto de la ciudad les permitieron tener un lugar donde
vivir. Con el paso del tiempo vino el nacimiento de más barrios y ante la
oportunidad que dieron los gobiernos, los habitantes se organizaron en Juntas
de Acción Comunal; este fue un paso importante para vincularse más a la ciudad.
Ya mejor organizados y con mayor representación, la localidad creció con
facilidad, pero de la mano del crecimiento se evidenciaron problemas de
inseguridad, violencia, falta de educación, entre otros, y para enfrentarlos en
la década de los ochenta nacieron en San Cristóbal las hijas que le ayudarían a
educar, a fomentar la paz y a crear amistades entre habitantes de un barrio y
otro: las ONG. Una vez más se demostraba en esta localidad de frailejones y campanitas
que la organización comunitaria es la cura perfecta ante cada enfermedad que
nos aqueja. Pasa que el padre Campoamor ya se fue, que muchas JAC monopolizaron
las llaves de los espacios comunales adquiridos con el esfuerzo de los primeros
dirigentes de los barrios y cerraron los espacios de interacción de la
comunidad, y pasa que luego de más de 20 años de trabajo las primeras ONG se
han venido cansando sin dejar un legado fuerte que les renueve la sangre.
Historia diferente a la de otras localidades, como Bosa, que con un tiempo
similar de trabajo comunitario ya constituyen una fuerza decisiva en el destino
político de Bogotá.
Barrio 1 de Mayo en 1923. Calle principal en la inauguración. Revista Oteando Territorio, Nº3. Disponible consulta en: http://colectivoartoarte.blogspot.com/2015/03/revista-oteando-territorio-n3.html |
Tal vez de la misma manera que en el pasado la enseñanza
del Padre Campoamor venga otra vez y la organización comunitaria dirija los
destinos próximos de una localidad de guerreros, como doña Carmen Rosa Silva
Penagos, quien luego de más de 60 años de no haber podido estudiar, primero
porque su mamá decía que a la escuela se iba a conseguir novio y que sólo se
aprendía a escribir para mandarle cartitas de amor, y segundo porque cuando
pudo no tuvo la oportunidad, hoy hace su mejor esfuerzo por aprender a escribir
—“pa’ firmar los recibos del subsidio”—, dice ella, subsidio para la tercera
edad de menos de $200.000 mensuales por el que luchó más de cinco años y que
sólo hace unos meses le aprobaron.
* Este texto es uno de los que
constituyen la “Antología de crónicas barriales”; antología patrocinada por la
Biblioteca Luis Ángel Arango.
Viví mucho tiempo en aquella localidad... Mi niñez hasta los once años tal vez... Vivo en la actualidad en Usaquen, pero siempre recuerdo cada esquina, calle, cruce, conozco rincones del sector, nuestro chat era frente a frente, el twiter en la esquina, el tik tok era el yermis, o correa caliente, tin tin corre corre, ponchados, la lleva,..... Y contar historias de asombro en los años 91,con el apagón, y ver desde los cerros los atentados en Bogotá.
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