En algún lugar de San Cristóbal,
de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un niño de los
de tapas en bolsillo, piquis en mano y yermis en la calle. Salía de su casa en
cicla a recorrer el mundo, a untarse de polvo, tierra y aventuras. En esa
bicicleta, su caballito de acero, se enamoró de las piedras deformes, de las
nubes sin figuras, de los riachuelos transparentes y de las montañas. Sobre
todo de las montañas, esas gigantes que, creía él, le hacían caras con sus
pliegues y sus caminos cuando las miraba desde lejos.
Carrera de lazos en San Rafael. Perros 1-humanos-0. |
Le gustaba mucho ver que en su
barrio los perros andaban con libertad, corriendo, acompañando a alguien por un
pan, ladrando vigilantes desde una terraza, oliendo traseros. Le gustaba que
fueran como un vecino más, y los saludaba como tal. Sabía que había niños como
él, con las mismas miradas, con los mismos miedos y con los mismos odios, y eso
también le gustaba. Pero no hablaba de eso, porque lo único importante en ese
momento era que el dueño del barrio era el juego y que quien establecía las
reglas era el balón de micro fútbol. Al llegar a su casa, presintiendo la
desgracia, lo esperaban con las tareas para la escuela ¡qué aburrido!, pero las
hacía para poder terminar sus noches viendo en la televisión cualquier cosa que
le enseñara cómo abrir caminos con un golpe, hacer goles desde mitad de cancha
o cómo salvar el mundo con un chipote chillón.
A jugar los fines de semana. |
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