Breve historia del barrio Ciudadela Santa Rosa de la Localidad Cuarta de San Cristóbal, Bogotá.
Ramiro sostiene con fuerza
una gaseosa que le he invitado mientras se queja porque “esto de buscar trabajo
es muy duro, mi hermano”. Como en muchas otras partes del país, uno de los
problemas más acuciantes para los desmovilizados es la falta de empleo, cosa
que se debe, en parte, a serias deficiencias educativas y a los prejuicios de
los empleadores. En todo caso Ramiro se la rebusca, como cuando trabajó
sellando las casas de su propio vecindario, las mismas que estaban en riesgo
geológico inminente.
— ¿Es cierto que este
barrio, antes de la llegada de los reinsertados, era muy inseguro? Pregunto
cambiando de tema sin previo aviso.
—Es que acá había pelaos que
hacían lo que se les daba la gana: atracaban, asustaban a las niñas, metían
cualquier droga. Lo que nosotros hicimos fue disuadirlos de que se fueran, y
como sabían que aquí había desmovilizados, pues se asustaban y se iban. Esto
duró un buen tiempo muy tranquilo, por eso es que usted ve mucho chinito por
ahí de noche jugando sin problema.
— En la prensa hay artículos
que hablan de todo lo contrario.
—Bueno, sí, ahora se ven
problemas, sobre todo por los desplazados que han ocupado las casas que estaban
selladas.
— ¿Cómo Edelmira?
—Sí. Pero usted sabe, la
necesidad es así.
Edelmira Mosquera llegó a la
ciudadela Santa Rosa a ocupar una de las casas que quedaron abandonadas, luego
de que el Consejo de Estado fallara en el 2007 a favor de la comunidad. El
resultado: la indemnización de 319 familias con $45 millones de pesos a cada
una por el riesgo que representaba vivir en Santa Rosa y, cómo no, una cantidad
considerable de casas que se convirtieron en botín para los desterrados o para
los avivatos.
—Mi hermano, qué solazo,
¿será que llueve? Bueno, camine lo llevo para que hable con ella —dice Ramiro,
acabando su gaseosa de una sacudida.
En un recodo del último
bloque, que da a la montaña, se encuentra la casa de Edelmira, un apartamento
atrincherado sobre unos bloques que se ven accidentados, como queriendo
descolgarse. “Ay, alguien golpea a la puerta”, se escucha decir a una mujer,
luego de nuestro llamado y al parecer hablando con su perro.
—Hola doña Edelmira, soy el
muchacho de la entrevista.
—Ah, sí, sí, verdad, siga.
Ramiro se despide, luego de
saludar a su vecina con un chiste que no entiendo. “Ahí donde lo ve, Ramiro es
un desvergonzado, pero me cae bien, y eso que hasta podría ser de los mismos cochinos
que me sacaron de mi Buenaventura”. Porque, sin duda, lo que Edelmira Mosquera
más extraña de su tierra es el sonido de las olas alborotadas a las 6 de la
tarde, en el malecón. A esa hora se sentaba sola o con sus hijos, mientras veía
el sol esconderse entre los pliegues de las aguas del océano pacífico. También,
no lo niega, extraña el bullicio de su gente, y los picós que tronaban con la Salsa
Choke, los mismos que ahora escandalizan a un vecindario acostumbrado a los
silencios y a las formalidades propias de la capital. “Es que mi gente, hooombre,
es rumbera hasta morir”. Así se va expresando esta negra maciza, de ademanes
cadenciosos y de risa encendida que llegó a la ciudad en el año 2013 como
desplazada y que terminó ocupando una de las casas selladas de Santa Rosa.
—De aquí nos han intentado
sacar varias veces, pero ya yo no me voy. Ya estamos haciendo una vida. Por
ejemplo, a una de mis hijas, Yeimi, le encanta bailar y ya ha estado en
concursos y todo. Y yo no niego que muchos de los que llegaron han traído
problemas de inseguridad, pero es que los periódicos y la televisión también se
la pasan exagerando.
— ¿Y no les preocupa que los
saquen o que esta zona sea de riesgo geológico?
—Igual, no tenemos más a
dónde ir.
PASE AL FRENTE SEÑORITA
— ¡Yeimira Catalina Quiñones
Mosquera, pase al frente!
Y Yeimi salió de la fila con
su pollera salpicada de colores rojos y azules diciendo, con una sonrisa brillante:
“¡listo profe!”. En sus caderas desplegó los ritmos de su tierra: el Bambuco Patiano, el Currulao y la Salsa, pero
se defendió también con destreza en Bullerengues,
Cumbias y Fandangos. Todo lo que huela a mar pasa por sus torsos morenos con
relativa facilidad.
A la misma hora, 10:30am, en la cancha del
colegio Altamira, Jeison domina un balón resbaloso con elegancia y dureza. El bochorno
se ensaña con los niños que persiguen la pelota, pero Jeison corre
impávido, como si ese sol arrogante no fuera más que otro hincha de gradería. Se
juega la vida contra 7-A.
DE NUEVO EN SANTA ROSA
Yeimi y Jeison llegan a sus
respectivas casas cuando el almuerzo aún está en proceso. Cada uno con sus
historias que contar, cada uno, con sus sueños y desvelos de fútbol y de
bailes.
—Me acuerdo cuando ese
vergajo de Jeison se perdió con Yeimi en la quebrada. Duraron casi todo el día
y yo casi me muero —dice Edelmira cuando pasa su hija por la sala con un
jadeante “buenas tardes”.
—Pensé que vivían de pelea.
—Ah, esos son muy buenos
amigos. Usted sabe que los pelaos siempre discuten por bobadas—enfatiza al
salir un momento de su casa para indicarme quién es Jeison, el cual se pierde
en las escaleras de la calle. Apenas alcanzo a reconocerlo por su silueta.
***
Cuando salgo de la casa de
Edelmira para no interrumpir su almuerzo voy a la cancha y al salón comunal,
que están emplazados en el parque principal de la ciudadela. Allí suelen darse
cita los eventos que aglutinan a la comunidad, como las Ollas Comunitarias o
los Encuentros Vecinales. También en este espacio, quizá por su centralidad,
han trabajado organizaciones, fundaciones y ONG´s de las más variopintas: Que el
Ministerio de Defensa, que el ICBF, que la USAID, que la ONG Proyectar Sin
Fronteras, y así, hasta que se van acabando los dedos de las manos para contar.
Y a pesar de todo, ha sido útil, porque “son, como dijo un conocido, toda una infraestructura para la paz…ojalá esto
se sintiera en otros barrios”, a decir de Carmen Díaz, la líder comunal con la
que me entrevisté en días pasados.
Con ese panorama en mente, y
con una nube pálida que se iba asomando muy sosegada, encontré a unos muchachos
que estaban interviniendo la fachada del salón comunal desde hace ya varios
días. En una de sus paredes, en la corona del muro, se leía una frase hecha a
base de baldosa, muy colorida y juguetona que decía: “acá se juega con amor”. Después
de horas de acercarme con paciencia, logré conversar con quien parecía dirigir
la obra. Su nombre: Jesús David Suárez, artista plástico y director del
Colectivo ArtoArte, una agrupación dedicada a la generación de una cultura de
no violencia por medio de las artes. Casi sin preguntarle me va explicando que lo que ellos buscan es indagar
acerca de cómo se generan nuevos sujetos sociales y cómo se construye memoria
por medio del juego y del buen trato, particularmente en la infancia. “Queremos
generar una apropiación social de la
memoria, es decir, mostrando que la memoria y el patrimonio local se producen en los actos de la cotidianidad. Para
esto es importante recalcar que todos las personas, incluidos esos niños que
están en ese cancha —las señala con un dejo de su boca— tienen derecho al arte
y que eso es algo que ni la violencia les podrá quitar”.
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Salón Comunal de Santa Rosa. Antes de la intervención Plástica por
el Colectivo ArtoArte.
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Salón Comunal de Santa Rosa. Después de la intervención Plástica por
el Colectivo ArtoArte. |
Yo siento que lo que él dice
sintetiza mucho de lo que tantas organizaciones han intentado hacer en Santa
Rosa, unas con más éxito que otras y recuerdo lo que un vecino cuyo nombre ya
no recuerdo esbozaba sobre un tradicional evento convertido en patrimonio para
los habitantes de este sector: El Festival de Cometas por la Paz. “En el
Festival de las Cometas todos juegan, sin importar el color, o de si es
desplazado, desmovilizado, ocupante, eso no importa, lo único importante ese
día es acompañar a los niños en su disfrute”.
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Niños en el Festival de Cometas por la
paz.
Fuente:
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Veo al rato que la cancha se
llena de bullicio. Unos niños que juegan al balón tropiezan con unas niñas que
improvisan una rayuela en el piso. Se gritan, se empujan y se ríen. La tarde va
adquiriendo una tonalidad grisácea. “Va a caer un aguacero bien tenaz”, dice Jesús
David, al tiempo que me percato de la presencia de Yeimi y Jeison. Pelean, se
tiran balones y se provocan, pero también se lanzan miradas de complicidad.
Quizá recuerden cuando se perdieron en la quebrada, a orillas del Zuque, el
gigante que, según la mitología, tuvo amoríos con la Chiguaza para poblar toda
esta zona de agua y de pájaros. Quizá recuerden que entre matorrales vieron
volar al Cucarachero, al Tángara pechi rojo, al Carbonero pechi amarillo, y que los
señalaron con el dedo, porque ya casi nadie sabe sus nombres. Seguramente recuerdan
cuando se atravesaron por los caminos del Chusque,
del Raque, del Saltón y del Pegamoscos.
Seguramente se mojaron en esas quebradas por las que antes se deslizaba el Capitán de la sabana y el Capitanejo. Todo eso seguramente
recuerdan, mientras se hacen muecas de desafío en la cancha de microfútbol y
mientras una inmensa nube negra empaña la tarde.
***
Del cielo empiezan a caer unas gotas caprichosas
que me empujan con todo y frío a una tienda esquinera. Al tiempo voy
reflexionando sobre este barrio y cómo en él cobran forma localmente aspectos de
interés nacional: la reconciliación, la convivencia entre víctimas y
victimarios, la memoria, y una niñez que crece en medio de un futuro incierto.
O prometedor, si esos niños que se mojan en la cancha persiguen sus sueños de
gambetas y de contoneos, cortando de tajo todo vínculo que los una con la
guerra.
La lluvia se toma confianza
y cae, ahora sí, con determinación. Desde la tienda observo a Jeison y a Yeimi que
juegan sin importarles la facha. Ríen de nuevo, gritan de nuevo, se ensucian y
se lavan. Parece no importarles el regaño seguro que les espera. Los tejados
crepitan. Yo pido un tinto que, “por favor, esté bien calientico”.
— ¡Uff, qué helaje tan berraco!
—digo lanzando al aire la expresión.
El dueño de la tienda ríe
con familiaridad y dice:
—Ahora sí, ¡se desgajó el
aguacero en Santa Rosa!
*Los nombres fueron modificados por seguridad de las fuentes.
REFERENCIAS
- Espacios
de reintegración: prácticas de participación comunitaria y transformación del
espacio social en la Ciudadela Santa Rosa. Iván Camilo
Rodríguez Torres, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2013.
- Del
grupo armado a una comunidad urbana: integración, acción y participación en la
ciudadela santa rosa. Ivón Liliana Forero Gómez Rafael Francisco De la Ossa Archila. Universidad
del Rosario, Bogotá, 2011.
- Reintegración
de excombatientes y construcción de paz, barrio Santa Rosa en Bogotá. Un estudio de caso. Darío Villamizar Herrera. Universidad Nacional
de Colombia, Bogotá, 2010.